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jueves, 8 de diciembre de 2016

Relato corto. Título: BERNARDA cambió mi vida.

Tan sólo en dos semanas mi economía ha quedado reducida a cero, el pago inicial y anticipado a que me obligó la propietaria de la pensión (que a su vez la regenta) ha supuesto la pérdida de la mayor parte de mi provisión. El resto lo he ido consumiendo en comidas frugales que apenas han cubierto mis necesidades más básicas. 
Durante este tiempo he buscado afanosamente un empleo pero sin ningún resultado positivo. Transcurrido catorce de los quince días anticipados de pensión, hoy, ya sólo resta un día para que quede en la calle con todo lo que eso representa. El miedo de quedar sin techo y a la intemperie me agobia a extremos hasta ahora insospechados. Esta ciudad grande y cosmopolita es mucho más inhóspita que mi ciudad costera, aquí la gente se muestra distante y no se quiere implicar con nadie. Se que todos actuamos de forma egoísta con el problema ajeno, pero ahora es como un desprecio personal y lo vivo de una forma intensa y dolorosa. Tuve al llegar la esperanza de encontrar en cualquier momento ese puesto de trabajo que sin grandes expectativas cubriera al menos unos mínimos que posibilitasen la supervivencia sin desamparo. Al poner tan bajo el listón esperaba encontrarlo fácilmente, pero a pesar de haberlo intentado de todas las maneras posibles, lo máximo conseguido es oír un - Te tendremos en cuenta si se produce una vacante. 
Acobardado ante esta situación me he recluido en la desangelada habitación de la pensión, no tengo fuerzas para asumir la dura realidad a la que me enfrentaré mañana de forma directa. Sentado encima de la cama con las rodillas encogidas a modo de parapeto y con la cara escondida tras de ellas, intento, sin conseguirlo, el no pensar en la situación de infortunio en la que me encuentro. El reducido espacio de la habitación y la baja calidad de todos sus componentes intensifican el aire gris que ronda en giros sobre mi imaginación llevándome a una tristeza que se hace hueco en otras tristezas ya sentidas anteriormente, algunas próximas y otras ya lejanas. 
Llaman a la puerta, primero son unos toques suaves, luego adquieren mayor intensidad al no darle respuesta. Sacado de mi concentración pesimista sólo puedo emitir unos sonidos guturales en vez de una clara respuesta, pero eso basta para que Bernarda (que así se llama la propietaria de la pensión), se vea autorizada a abrir la puerta y sorprenderme en una actitud tan poco digna. La mujer con ojos fríos y rictus severo me escudriña con mirada experta durante unos segundos y en su expresión percibo como radiografía mi interior y descubre mi desolación, veo igualmente como su mirada se dirige a mi entrepierna que, dada la postura y la escasez de prendas, debe evidenciar con descaro mi intimidad. Entonces, su gesto se dulcifica de forma espontánea, su mirada queda imantada con desvergüenza en ese lugar de mi anatomía. Me siento desnudo y avergonzado. Durante unos segundos su expresión es de duda, pero después, decidida, entra en la habitación cerrando tras de sí. Se me acerca lentamente, su expresión muestra claramente sus deseos, la mirada es directa, impúdica, atrevida, haciéndome patente mi estado de debilidad. Antes de que se produzca el menor contacto ya me siento acosado, soy consciente además de mí fragilidad y de que ésta da alas a esta mujer esperpéntica. Con torpeza, debido al descontrol por lo impropia de la situación, pone sus manos en mis rodillas a la vez que con tono afectado y protector me pregunta si me siento mal. El calor de sus manos en mi piel fría me produce una reacción inmediata de rechazo y cuando aproxima su cara a la mía la sensación se acentúa y se transforma en repugnancia. Sin pensar, de forma refleja me bajo decidido de la cama por el lado opuesto al de ella, me dirijo hasta la silla donde están los pantalones, me visto con precipitación y salgo sin volver la vista atrás.
Durante horas deambulo por las calles como un autómata y llevado por el cansancio me siento en un banco de piedra donde hago balance de mi situación. Veo pasar un autobús casi vacío y de luz mortecina, su aspecto me resulta tan frío y desolador como me siento yo en este momento. Percibo la humedad de la tarde noche con desasosiego, el hambre arranca sonidos de mis tripas en señal de protesta, - No sabes que no es abandono sino pura carencia, me digo con la pizca de humor que aún me queda y que sin duda heredé de mi madre (que siempre se mostraba positiva). Luego añado con cierta socarronería - Se me han olvidado los días de ayuno de la niñez, cuando comer una vez al día llegó a ser algo extraordinario. Entonces los recuerdos se me agolpan. Efectivamente lo pase mal, sólo fueron unos meses, pero dejaron en mí un rastro de ansiedad que no perdí hasta que volvió mamá años después. Recuerdo su llegada, su imagen magnífica con aquel precioso vestido cereza y su bonita sonrisa con la que iluminaba toda la casa. Después viví los mejores meses de mi vida. Hasta que se marchó de nuevo disfruté su presencia intensamente, recuerdo que me abrazaba con una ternura inmensa, sus palabras me sonaban musicales y deliciosas, llenaba de fantasía mi imaginación con bonitos relatos, también proyectaba conmigo los viajes que haríamos juntos a lugares lejanos y hermosos en donde seríamos dichosos.
No tuvo la necesaria fortaleza para despedirse, al marchar lo hizo de forma subrepticia, de madrugada, sigilosamente, dejándome encogido en la cama, sin saber quizás que un sexto sentido me advertía de su nuevo abandono. La abuela lo primero que hizo esa mañana fue ir al banco para interesarse de cómo nos dejaba económicamente. Esta vez me dolió que lo hiciera, que dudara de ella. Ahora, la comprendo bien, estaba temerosa de tener que vérselas con la adversidad de cara. Pero no fue así, lo supe tan pronto entró en casa, su expresión había perdido la intranquilidad con la que salió y las bolsas del supermercado mostraban su deseo de compensación. No lloré, pero me fui al lugar más solitario y allí me quedé quieto, con la vista perdida. Añoré su contacto, sufrí su ausencia con cada uno de mis sentidos. Después, ya nunca más sonreí. Desde entonces tengo un rictus de tristeza incrustado en la piel y que me acompaña como un amigo fiel. A partir de su marcha cada día abría el buzón a sabiendas que a mamá no le gustaba escribir, pero no podía resistir la tentación, era demasiado fuerte el deseo. En las siguientes navidades me llamó por teléfono, lo hizo a casa de unos vecinos y amigos, pero casi no pude hablar con ella, a las primeras palabras comenzó a llorar amargamente y sólo le entendí que me quería con locura y que cada día pensaba en mí. Me dijo que yo era lo más importante de su vida y tuve la certeza de que era así. Cuando colgó me sumí en la más amarga de las tristezas, esta vez si lloré, lo hice de forma desconsolada, de no haberlo hecho quizás me habría roto por dentro. Tenía catorce años, mi abuela casi ochenta, nos refugiamos el uno en el otro formando una pequeña isla en aquel inmenso océano y remendamos juntos con cariño, nuestros rotos y descosidos internos. No nos faltaba el dinero, las transferencias se sucedían desde los lugares más imprevisibles, yo no quería pensar que ella estaba en los lugares que debíamos visitar juntos, me convencí de que estaba en otros y que además lo hacia para poder un día ir a aquellos a los que deseaba ir conmigo.
Casi sin apercibirme me echo a llorar desconsoladamente, alguien me ve tan abatido que me tira unas monedas, me pregunto cómo ha supuesto que mi necesidad es económica.
Con las monedas compro castañas asadas, están calentitas y me resultan deliciosas, no dejo de andar hasta sentirme agotado. En estas condiciones me convenzo de que tengo derecho a dormir en la habitación de la pensión, al menos por esta última noche. Me digo resignado que mañana será otro día y que… Dios dirá.
Cuando llego a la pensión es ya muy tarde, las luces están apagadas, sólo una bombilla aparece encendida dentro, recuerdo que en mi añorada tierra se divisa en la costa allá en la lejanía la luz intermitente de los pequeños faros para aviso de navegantes. Tengo que llamar y lo hago con toda la prudencia de que soy capaz. La espera es bien corta, a los pocos minutos oigo como unos pasos se aproximan. Aparece Bernarda en el umbral, su aspecto extravagante me sobrecoge, está muy arreglada y su rostro es como una máscara. Lleva la cara pintarrajeada y se ha bañado en colonia a granel por el olor que desprende, luce una peluca color caoba que al habérsele desplazado a un lado le da un aspecto trágico-cómico, supongo por todo ello que ha debido esperarme durante todo este tiempo. Acierto a balbucir algo parecido a - Estoy muy cansado, y con paso decidido me dirijo a mi habitación, cierro una vez dentro aún a sabiendas de seguir sin privacidad ya que la habitación no cuenta con pestillo o cierre de seguridad. Me echo en la cama vestido, tan sólo me descalzo empujando un pie sobre el otro. Al poco vuelvo a oír los suaves toques en la puerta de hace unas horas y esta vez si digo repitiéndome – Estoy muy cansado, pero mis palabras no cuentan con la determinación y fortaleza que se espera de ellas, no me sorprende por tanto oír el chasquido que produce la puerta al ser abierta desde afuera.
Bernarda se aproxima con cierto sigilo a pesar de ser consciente de que sé de su presencia, incluso al sentarse al borde de la cama lo hace con suavidad. El fuerte olor a colonia barata lo impregna todo con el consiguiente desagrado para mí. El recuerdo de mi madre sentada igualmente a mi lado, con ese aroma suyo fresco y suave que le era característico, me hace odiar a esta mujer invasora.
Al rozárseme todos mis músculos se tensan en clara señal de protesta, lo que la lleva a no proseguir en su avanzadilla. Parece meditar como si valorara la situación, a renglón seguido cambia de estrategia, me sujeta el brazo sin presión y con un hilo de voz me invita a hablar mañana, añade que me preparará un desayuno que me reconfortará.
Me paso toda la noche dando vueltas en la cama, estoy dolorido por dentro, tanto en lo físico por la necesidad de alimentos, como en la autoestima al culparme por encontrarme en esta situación. Había pretendido valerme solo, soltar amarras, resolver por mí mismo los problemas de cada día, creyendo que con decisión todo es posible. Me he embarcado en un proyecto que se me rompe en las manos tan solo iniciado.
Tras un breve sueño lleno de pesadillas entro en un duermevela. Desde muy temprano me llegan todos esos pequeños ruidos que hacen sinfonía en el silencio de la noche cuando ya despinta el día. Al despertar se me abren nuevas expectativas, a pesar de que todo sigue sin solución, ya no me domina el miedo de la noche anterior, ahora me siento más fuerte y decidido.
Un fuerte olor a café recién hecho me invade cuando sentado en el inodoro dejo que la mente vuele sin control despejando las nieblas rezagadas. El dolor del hambre es un invasor cruel y mis fuerzas se menguan como una lamparilla sin aceite. El verdadero enemigo lo tengo dentro de mí, entonces tomo verdadera conciencia de mi debilidad. Bernarda abre sin llamar porque lleva un poderoso salvoconducto en las manos, la bandeja con la taza de café humeante, las rebanadas de pan tostado, el cubilete de mantequilla, la mermelada en pequeño envase, todo esto representa un cambio en mi situación, cuando lo deja en la mesita de noche ya soy consciente de que he entrado en sumisión.
Creí que aquello sería un infierno, que padecería cada minuto en aquella situación, pero me equivoqué, en pocos días he asumido que me creía más importante, más sensible, más persona de bien de lo que en realidad soy, enseguida advierto mi capacidad de adaptación, incluso mis pocos escrúpulos. En Bernarda también se ha producido en tan breve tiempo una gran transformación, se esmera en su cuidado personal, ha cambiado su peinado. Incluso su figura ya es otra, luce prendas vaporosas y más femeninas, sus piernas brillan limpias de vello y tratadas de crema, su olor es agradable y afrutado, pero cada paso que ella da mejorando su imagen me fortalece dando consistencia a un joven más engreído y caprichoso. Me busca deseosa como gata en celo y yo le doy largas con promesas que luego cumplo a medias, está atrapada y yo establezco los tiempos. Me he vuelto algo tirano y ella que siempre fue una mujer fuerte y resolutiva ahora es sumisa y condescendiente. Baila al son que yo le marco, mi posición se torna dominante y esto me lleva a una cierta prepotencia.
Perdido el control, opta por premiar mis concesiones y favorece con ello el que me muestre remiso y exigente. Visto como un dandi, no me falta dinero en el bolsillo, me ha comprado una motocicleta Yamaha, me paso el día holgazaneando y pienso sólo en mí mismo y en mis caprichos. 
Tan sólo soy considerado con mi abuela a la que mando dinero para que esté mejor cuidada en la residencia de ancianos en la que ingresó cuando ya no se valía por sí misma, tiene ochenta y cinco años.
Bernarda no es tan mayor, tan sólo tiene cincuenta y nueve años, pero ha trabajado duro durante toda la vida y los achaques empiezan a venirle de forma concadenada. Cuando no es la cintura es la espalda o las piernas, padece también del cuello, al punto de sentirse ya incapaz de llevar el trajín de la pensión con la única ayuda de otra mujer. La convenzo y contrata a una mujer más joven para que realice los trabajos duros y ahora sólo se ocupa de los clientes. El negocio funciona bien, doce habitaciones en una zona comercial le permiten costear a una empleada más, así como mantenerme en la holganza.
Contra todo pronóstico la enfermedad de Bernarda me hace más sensible y delicado con ella, puede que en ello tenga que ver su menor apetencia carnal, ya no está detrás de mí manoseándome o pidiéndome que calme sus ardores. Ahora le complace más que le trate con afecto y le ayude a desplazarse o acomodarse adecuadamente. Paulatinamente me voy transformando (casi sin darme cuenta) en el nieto que una mujer mayor desea a su lado. Esta nueva situación me hace sentir mejor, duermo de un tirón, dejo de tener pesadillas, me concilio conmigo mismo.
La mujer contratada es una rumana de treinta y pico de años, se llama Estrella, está de buen ver, es trabajadora incansable y lista como buena superviviente. Aprende rápido, tanto los quehaceres propios de la pensión como abastecerse en el mercado, compra bien y a buen precio (cuestión harto difícil tratándose de una extranjera), en los puestos le permiten no pagar y le hacen recibos que yo saldo cada fin de semana. 
Durante meses nuestra vida en la pensión se desarrolla con una calma que a mí me sorprende, todos nos comportamos demasiado bien. Bernarda se siente aliviada en sus obligaciones, sus problemas, con la tranquilidad se hacen menos manifiestos, yo me dejo querer por ella y cuando se siente bien retozamos con calma, está por todo ello agradecida y generosa. Paca, la empleada de siempre, también se siente menos exigida y su comportamiento es menos displicente. Estrella, la rumana, goza de una confianza que le hace sentir feliz.
Con el transcurrir del tiempo la situación va cambiando, si bien de forma paulatina. Estrella a pesar de ser una buena mujer tiene hormigueos bajo el vientre y como entre nosotros crece la confianza, su cabeza no deja de dar vueltas cada vez que nos oye jugar a través del tabique (su dormitorio está contiguo al nuestro), sin casi proponérselo me busca, para mí también ella representa una fuerte tentación, me llaman poderosamente la atención sus carnes prietas y su ardor cada vez más evidente. Antes de que ocurra nada ya Bernarda se barrunta algo y se alarma ante cualquier sonido o ante la más mínima sensación de conexión entre nosotros.
Basta que Bernarda se tenga que ir al pueblo para hacerse cargo de la herencia de una hermana soltera, que no me deje acompañarle para no llamar a murmuraciones, que se lleve a Paca en vez de a Estrella (por ser ésta mas imprescindible en la pensión), para que todo se alíe a favor del descontrol más manifiesto. Ni que decir tiene, que no es inconveniente el tener ocupadas once de las doce habitaciones, que el trajín sea mayúsculo o incluso, que yo tenga que hacer las veces de Bernarda atendiendo a los clientes, para que a la menor oportunidad nos metamos en su dormitorio y descubramos juntos que nos hemos quedado cortos en nuestras previsiones, porque la realidad es muchísimo mejor de lo que podíamos soñar.
Retorna Bernarda, pero ya nada vuelve a la normalidad, Estrella y yo nos buscamos como perrillos callejeros en celo, nos damos calorcito a la más mínima ocasión. Estrella tiene tal expresión de felicidad en su rostro que Bernarda no deja de mirarla con una suspicacia doliente y afligida. Ahora la sigue de un lado a otro y vigila donde estamos cada uno, tiene una larga experiencia en malicia y estando pendiente es casi imposible el dárselas con queso, así que cada vez estamos más deseosos el uno del otro. La hora de la siesta es perfecta porque ella entra en estado de postración, en esa hora larga está fuera de juego y la podemos aprovechar, la cuestión es, dónde. Descartada su habitación y las zonas comunes prácticamente sólo queda un habitáculo con cachivaches que lo hace inviable. Nuestras exigencias carnales nos llevan a la temeridad, el descansillo último de la escalera del edificio (que da a la terraza y que nadie usa de forma habitual) es el único espacio libre que nos queda. Allí vamos con las ansias de unos jóvenes enamorados, es un llenar las pilas que nos permite seguir el resto del día con normalidad. Pero como dice el proverbio aquel “… tanto fue el cántaro a la fuente”, éste se cumplió. Estábamos en plenos juegos amorosos ajenos a cuanto ocurría a nuestro alrededor cuando el chaval de los del tercero C (la pensión ocupa las plantas baja y primera) nos sorprende en una actividad tan poco decorosa y en un lugar tan poco adecuado que su gesto se torna atónito, ello no le impide que sus ojos tomen un detalle pormenorizado de todo, aunque articula sólo una frase cortada - Venía a ver la antena… Me manda papá, intenta justificar su clara injerencia. Mientras él intenta abrir la puerta de la terraza con mil apuros nosotros recomponemos prendas y actitud. Durante días tememos que aparezca el padre del quinceañero pidiéndonos explicaciones, pero nada ocurre. Pero es a partir de esa fecha cuando los hechos se suceden de una forma cruda y tajante. Bernarda que ya viene arrastrando una delicada salud desde los últimos meses (fruto según ella de una vida de esclavitud por el negocio), una cadena de enfermedades se  ceban en ella con obstinación, lo que obliga a los doctores a internarla en el Hospital de la Seguridad Social. Me hago cargo de todo con una voluntariedad que todavía me sorprende, llevo el negocio con orden y dedicación, visito los jueves a Bernarda llevándole revistas y flores (sé que le gustan), le tengo al corriente de cuanto acontece y sobre todo le llevo un extracto de la cuenta bancaria para que compruebe mi buen proceder, pero ella cada vez se muestra menos interesada por el negocio, le preocupa el no sufrir y el que yo la vea guapa, la enfermera me cuenta indiscreta que se pasa horas antes de que yo llegue mejorando su imagen. 
Bernarda no tiene familia cercana y todos me aconsejan que me case con ella para garantizarme el futuro y evitar que su patrimonio pase al Estado, pero a pesar de considerarlo hartamente beneficioso me cuesta proponérselo, no sé andar con argucias y engaños, me puede además la culpabilidad porque entretanto comparto su lecho con Estrella (quien se siente mi mujer y ya me impone normas de conducta y ciertas limitaciones propias de casados). Es ella precisamente la que en última instancia me lo exige como garantía de todo, viene a decirme que si Bernarda falta todos nos iremos a la calle sin más. Con una dificultad manifiesta me impongo un calendario para ir introduciendo el tema de una forma natural y que parezca espontáneo, pero a las primeras de cambio y quizás fruto de mi falta de habilidad ella se percata de mis intenciones, curiosamente en vez de enfadarse y ponerme las cosas difíciles se muestra comprensiva y dispuesta, presumo que se debe a su sentido práctico, pero resulta que no, que lo que está es realmente enamorada de mí y desea tenerme para ella, si difícil era antes ahora mucho más, porque me siento obligado a fingir. 
Tan pronto acudo a un abogado éste actúa con una eficacia y celeridad que me sorprenden y culpabiliza aún más, Bernarda accede a cuanto le propone el susodicho, cuya capacidad de convencimiento queda demostrada de forma más que fehaciente, al punto, que dos semanas después ya estamos formalmente casados, con testamento a mi favor y no sé cuántas cosas más.  Su minuta igualmente está a la altura de su manifiesta eficacia, pero quién se para a pensar en esas cosas cuando la única idea que ronda a mi alrededor es una próxima viudez que cumpla el fin previsto. Así las cosas cuando me anuncian su fallecimiento me abate un sentimiento de culpa que me postra en cama y no me permite ni asistir a su sepelio. 
Me visita el médico de cabecera quien no da con un diagnóstico profesional, argumenta la posibilidad de un brote de depresión dadas las circunstancias, lo que sale a mi favor en cuanto a presentar una imagen de persona sensible, lo que puede que influya en la rápida mejoría que se da en días posteriores. Cuando en el trámite de herencia empiezan a sumarse los números hasta el Abogado se siente perdido y desorientado por desbordamiento. Bernarda no sólo venía de familia pudiente sino que su austeridad de Clarisas le llevaron a poseer inmuebles, efectivos en banco, fincas en el pueblo, una verdadera locura, vamos. No quiero pensar ahora en mis primeros días de desolación cuando ella se me representaba como el mismísimo demonio.

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